miércoles, 11 de junio de 2014

Había una Vez... Horacio Minuto II o la Invención del Reloj

En el Reino Escondido de las Cosas Maravillosas nació una vez un duende al que pusieron por nombre Horacio Minuto II por capricho de su padre, el honorable duende Horacio Minuto.

Cada duende nace con una misión por cumplir, pero año tras año la de Horacio Minuto II era un misterio. Era habilidoso y manitas, divertido, ingenioso… pero no era ni muy alto, ni muy fuerte ni más sabio que otros duendes. Sin embargo, Horacio tenía una virtud: siempre sabía el momento oportuno para hacer, estar, decir o callar. Por eso, todos en el reino recurrían a él, y cada vez con más frecuencia: 

Horacio, ¿cuándo amanecerá? – ¿cuándo comenzará el gran banquete? – ¿cuánto falta para la lluvia de estrellas? 

Y Horacio tenía respuesta para todos: dentro de un rato corto, en un rato y medio largo, dentro de tres ratos y veinte momentos

¿Por qué todos tenían tanto interés en saber cuándo ocurrirían las cosas? Horacio no le daba mucha importancia al momento exacto de los acontecimientos del día, pero parecía ser el único en el Reino Escondido. Por eso, una tarde se puso a pensar, y lo hizo exactamente durante cinco ratos muy largos y quince breves momentos, hasta que creyó haber dado con la solución.

Buscando por aquí y por allá se hizo con un montón de extrañas piezas: algunas tuercas, un par de muelles, un plato, tres agujas… Con todo ello, fue a ver al Duende que Todo lo Sabe y le contó su idea.

- ¡Fantástica Horacio, has descubierto por fin tu misión! – exclamó éste feliz.

Tardó varios ratos en dar forma a su invento y, al amanecer, lo presentó ante el Gran Consejo: era una esfera con números del 1 al 12 escritos a su alrededor y con tres agujas que marcaban tres tiempos diferentes, a los que todos los presentes, entusiasmados con el aparato, coincidieron en llamar horas, minutos y segundos, en homenaje a su inventor.

Y mucho tiempo después, parece ser que aquel utilísimo artilugio pasó a llamarse reloj… ¡vaya usted a saber por qué!

Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado.

lunes, 2 de junio de 2014

Había una Vez... Un Rey y un Gigante en Tarabinto

Había una vez un reino llamado Tarabinto, con un precioso castillo en la falda de una montaña, y un rey amable, justo y bondadoso con todos sus súbditos.

Y había también un gigante gordo y feo, que deambulaba por el mundo buscando un lugar donde vivir. Pero aquello no era fácil, pues era tan grande y feo el gigante que nadie lo quería cerca. Después de deambular de aquí para allá, ya sólo quedaba probar suerte en Tarabinto, y hacia allá dirigió sus enormes y cansados pies, con el alma inundada de tristeza.

- ¡Un gigante enorme y feo se acerca, Majestad! - los centinelas del castillo dieron la voz de alarma.

Ante la terrible amenaza, el rey ordenó que todos los hombres, mujeres y niños del reino se pusieran a salvo en su castillo. Por eso, cuando el gigante llegó a Tarabinto, lo encontró desierto. Hambriento, muerto de sed y sin nadie a quién pedir ayuda, bebió del lago de Tarabinto hasta que éste se secó, y comió las mazorcas de un maizal cercano, que quedó completamente arrasado.

- ¡El gigante está destruyendo el reino, Majestad! – informaron los soldados.

Ajeno a lo que en el castillo sucedía, el gigante se sentó a descansar, apoyando su espalda en la montaña. Pero era tan grande, tan grande, que tapó el sol y se hizo la oscuridad en el reino.

- ¡Majestad, debemos atacar! – exigieron los soldados - ¡El gigante se ha comido también el sol!

Con la oscuridad llegó también el frío y el gigante se constipó. ¡ATCHÚS, ATCHÚS, ATCHÚUUUS! Sus fuertes estornudos azotaron con furia el castillo y aterraron a los habitantes de Tarabinto, refugiados en su interior.

Fuera, el gigante se sentía fatal al comprobar que en Tarabinto tampoco era bienvenido y se puso a llorar desconsolado. Lloró, lloró y lloró… hasta que el reino se inundó, y el agua comenzó a entrar por las puertas y ventanas del castillo.

- ¡No tenemos salvación, Majestad, ya no hay escapatoria! – gritaron los soldados.

¡El rey estaba desesperado, no sabía ya qué hacer! Era justo, bondadoso y se había resistido a atacar al gigante, pero su deber era proteger el reino y ahora temía haberlo echado todo a perder…

Sin embargo, cuando ya parecía que Tarabinto desaparecería sin remedio bajo las aguas, ¡ocurrió algo sorprendente! Al darse cuenta de lo que sus lágrimas estaban provocando, el gigante cogió el castillo entre sus enormes dedos y lo depositó en lo alto de la montaña, a salvo de la inundación. Al hacer aquello, miró por una de las ventanitas, y su mirada gigante se cruzó con la del diminuto rey. Sorprendidos, uno y otro sonrieron primero… y después intercambiaron infinita bondad.

Y así fue cómo aquel gigante encontró por fin un lugar en el que vivir tranquilo. Sus lágrimas rellenaron el lago, sus enormes dedos araron el maizal y… si tapaba el sol sin darse cuenta, sólo había que decirle: “gigante, muévete un poquito, por favor”. 

Y Tarabinto siguió siendo un reino de paz, con un castillo en lo alto de una montaña, un rey justo y bondadoso, y un gigante bonachón, desde entonces conocido como el Gigante Feliz de Tarabinto.

Y tarabín, tarabón, el cuento del rey y el gigante se acabó.