Había una vez un reino llamado
Tarabinto, con un precioso castillo en la falda de una montaña, y un rey
amable, justo y bondadoso con todos sus súbditos.
Y había también un gigante gordo
y feo, que deambulaba por el mundo buscando un lugar donde vivir. Pero aquello
no era fácil, pues era tan grande y feo el gigante que nadie lo quería cerca. Después
de deambular de aquí para allá, ya sólo quedaba probar suerte en Tarabinto, y
hacia allá dirigió sus enormes y cansados pies, con el alma inundada de
tristeza.
- ¡Un gigante enorme y feo se
acerca, Majestad! - los centinelas del castillo dieron la voz de alarma.
Ante la terrible amenaza, el
rey ordenó que todos los hombres, mujeres y niños del reino se pusieran a salvo
en su castillo. Por eso, cuando el gigante llegó a Tarabinto, lo encontró
desierto. Hambriento, muerto de sed y sin nadie a quién pedir ayuda, bebió del
lago de Tarabinto hasta que éste se secó, y comió las mazorcas de un maizal
cercano, que quedó completamente arrasado.
- ¡El gigante está destruyendo
el reino, Majestad! – informaron los soldados.
Ajeno a lo que en el castillo
sucedía, el gigante se sentó a descansar, apoyando su espalda en la montaña.
Pero era tan grande, tan grande, que tapó el sol y se hizo la oscuridad en el
reino.
- ¡Majestad, debemos atacar! –
exigieron los soldados - ¡El gigante se ha comido también el sol!
Con la oscuridad llegó también
el frío y el gigante se constipó. ¡ATCHÚS, ATCHÚS, ATCHÚUUUS! Sus fuertes estornudos
azotaron con furia el castillo y aterraron a los habitantes de Tarabinto,
refugiados en su interior.
Fuera, el gigante se sentía
fatal al comprobar que en Tarabinto tampoco era bienvenido y se puso a llorar
desconsolado. Lloró, lloró y lloró… hasta que el reino se inundó, y el agua
comenzó a entrar por las puertas y ventanas del castillo.
- ¡No tenemos salvación,
Majestad, ya no hay escapatoria! – gritaron los soldados.
¡El rey estaba desesperado, no
sabía ya qué hacer! Era justo, bondadoso y se había resistido a atacar al
gigante, pero su deber era proteger el reino y ahora temía haberlo echado todo
a perder…
Sin embargo, cuando ya parecía
que Tarabinto desaparecería sin remedio bajo las aguas, ¡ocurrió algo
sorprendente! Al darse cuenta de lo que sus lágrimas estaban provocando, el
gigante cogió el castillo entre sus enormes dedos y lo depositó en lo alto de
la montaña, a salvo de la inundación. Al hacer aquello, miró por una de las ventanitas,
y su mirada gigante se cruzó con la del diminuto rey. Sorprendidos, uno y otro sonrieron
primero… y después intercambiaron infinita bondad.
Y así fue cómo aquel gigante encontró
por fin un lugar en el que vivir tranquilo. Sus lágrimas rellenaron el lago, sus
enormes dedos araron el maizal y… si tapaba el sol sin darse cuenta, sólo había
que decirle: “gigante, muévete un
poquito, por favor”.
Y Tarabinto siguió siendo un
reino de paz, con un castillo en lo alto de una montaña, un rey justo y
bondadoso, y un gigante bonachón, desde entonces conocido como el Gigante Feliz
de Tarabinto.
Y tarabín, tarabón, el cuento
del rey y el gigante se acabó.