En un lugar
muy cerca de aquí, al final de un callejón empinado, empedrado y enredado, vivía una
señora de edad incierta y mirada dulce que, cada tarde, salía al porche y comenzaba
a tejer, sentada en su mecedora.
¿Y qué
tejía, preguntarás? Pues no tejía bufandas ni tampoco calcetines. ¿Gorros,
chaquetas, toquillas, tal vez? ¿Entonces, qué?
Aquella
señora amable, que vivía por aquí, tejía cuentos maravillosos que dibujaban
sonrisas y agrandaban corazones.
Y lo hacía
con unas sencillas agujas espolvoreadas
por un hada buena, y con los ovillos que
encontraba en su cesto de mimbre, ordenados
con mimo por un duende feliz. Ovillos de colores tan, tan especiales como el de
la bondad, la generosidad, el respeto… y el color siempre vivo de la amistad. También,
en su cesto, resposaba una lista interminable, con los nombres de toooodos los
niños que merecían tener su propio cuento.
Así, cada
tarde, y al son de su mecedora, aquella señora tejía historias fantásticas
llenas de reyes y princesas, de dragones y bosques encantados, de gnomos, piratas,
castillos, caballeros… y, sobre todo, de buenas intenciones.
Y, mientras
ella tejía y tejía sin parar, el viento del atardecer se iba llevando las
historias terminadas, que revoloteaban por el cielo hasta encontrar a su elegido, a un niño como tú o tú que, al leer su cuento, se sentía más feliz y mejor
personita.
Por eso, en
las tardes de brisa, estés donde estés, si cierras los ojos y prestas
atención, podrás escuchar el compás de una mecedora. Y mira siempre al cielo,
pues pudiera ser que un día de estos te llegue tu propia historia, tejida
por La Tejedora de Cuentos.
Y,
colorín, colorado… La Tejedora seguirá tejiendo mientras quede un niño sin su cuento.