La
nieve comenzó a caer con delicadeza, callada, pausada, sin prisa. Nevó durante
varias horas, las suficientes para que la pradera se cubriera de blanco. Fue
entonces cuando Ratón, que pacientemente había esperado con su hocico pegado a
la ventana, salió de la Ratonera. Corrió todo lo que pudo y se paró en medio
del prado nevado. Miró a su alrededor, todo blanco y en silencio, iluminado por
el sol de la tarde.
Entonces
comenzó a trabajar, amontonando la nieve hasta conseguir una gran bola,
imperfectamente redonda y más alta que él mismo. Después modeló otra bola algo
más pequeña que colocó sobre la primera, utilizando para auparse un tronco caído.
Se
alejó un poco para ver su obra con otra perspectiva y sonrió satisfecho. Su
muñeco de nieve comenzaba a tener forma. Continuó entonces colocando un viejo gorro
de lana y una bufanda que sacó del bolsillo derecho de su chaqueta. Después buscó
un par de piedras, semejantes en color y talla, y las convirtió en ojos. De su
bolsillo izquierdo sacó una zanahoria que había “robado” de la cocina por ser ésta una nariz perfecta para su escultura. Tres piñas hicieron de botones, y dos ramas secas pasaron a ser los
brazos. Casi listo, sólo faltaba un detalle.
Buscó
y rebuscó descartando piedras, hojas, ramitas… Finalmente utilizó su dedo
índice para dibujar una enorme sonrisa en la cara del muñeco de nieve. Y enseguida
éste habló, como era de esperar.
-
¡Por fin podemos charlar! Muchas gracias, he quedado estupendo, eres un artista, ¿cómo te llamas?
-
Me llamo Ratón, encantado de conocerte. Y tú, ¿tienes nombre?
-
Puedes llamarme como quieras, ¡estoy aquí gracias a ti! – respondió divertido
el muñeco de nieve.
Ratón
se lo quedó mirando un instante y dijo:
-
¿Qué te parece Blanco, te gusta?
-
¡Me encanta! Me han llamado de mil maneras diferentes, pero es la primera vez
que me nombran así, es perfecto.
Ratón
y Blanco se dieron la mano a modo de saludo formal, pero al minuto eran ya amigos inseperables y comenzaron a jugar.
Escondite entre los árboles, guerra de bolas, carreras con improvisados trineos,
patinaje en el lago helado… El tiempo pasó demasiado rápido, el sol comenzó a
recostarse y se escuchó a lo lejos la llamada de Mamá Ratona.
-
Vaya, tengo que marcharme – dijo Ratón con repentina tristeza.
-
Haz caso a tu madre, corre a casa – respondió Blanco paternal.
-
¿Y si mañana no estás aquí? – preguntó Ratón angustiado - ¿No volveremos a
vernos?
De
pronto al muñeco se le ocurrió una idea.
-
¡Ya lo tengo, dibújame! Eres un artista, ya te lo dije Ratón, y si me dibujas tan bien como supongo,
me tendrás siempre a tu lado, aunque sea en papel.
Ratón
entonces corrió a casa, suplicó a su madre y regresó con un gran cuaderno y su
caja de colores. Así, antes de que la luz se marchara definitivamente, Ratón
dibujó a Blanco sin dejarse ni un detalle: su gorro, su bufanda, sus botones… y
su enorme sonrisa.
Mamá
Ratona volvió a llamar y ello anunció el momento de la despedida. Antes de volver a casa, Ratón y
Blanco se fundieron en un fresco, mojado, laaaaargo y muy tierno abrazo.
Después
del baño y la cena, Ratón durmió tranquilo, con su precioso dibujo sobre la mesilla de
noche. Y, a la mañana siguiente, lo primero que hizo tras el desayuno fue salir
a la pradera para reencontrarse con su amigo… Pero Blanco ya no estaba.
Al
principio Ratón lloró en silencio, y sus lágrimas cayeron en la pradera que ya no estaba blanca
como el día anterior. Pero entonces recordó el dibujo que llevaba en la mano,
se secó los ojitos y lo miró con nostalgia. Allí estaba su
querido amigo Blanco, en lápiz y papel, con su gorro, su bufanda, sus botones…
y su enorme sonrisa dándole los buenos días. Y Ratón sonrió también, y juntos
comenzaron a jugar un día más del frío invierno.