- ¡Menudo hallazgo, ya tengo comida para todo el invierno! – exclamó entusiasmado.
El ratoncito cargó con el queso y puso rumbo a la ratonera, relamiéndose los bigotes pensando en el banquete que se daría al llegar. Pero los sollozos de una hormiga le borraron aquel pensamiento.
- ¿Qué te ocurre, hormiguita? - preguntó.
El ratón la encontró en un margen del camino, con una patita lastimada. Estaba asustada y hambrienta, así que el roedor le dio un poco de su queso, curó su pata dañada con savia de roble y le hizo compañía durante un buen rato.
Al poco apareció un ciempiés, extraviado y de muy mal humor. El ratón le indicó cómo llegar a su destino, y también le invitó a tomar un poco de queso, “Está tan rico que se te pasará el mal genio”, comentó, y al ciempiés le pareció una buena idea.
Los tres escucharon de pronto el pío-pío de un pajarito. Había caído de su nido y no sabía volar. Mientras llegara su mamá, el ratón decidió cuidar al polluelo que no dejaba de piar, y le dio un poquito de queso.
Mmm… Su intenso y delicioso olor atrajo al topo, a la ardilla y al gnomo, que llegó con sirope de moras para acompañar el festín. ¡El ratón estaba feliz de compartir su queso con tantos amigos! La última en llegar fue Mamá pájaro, con papá pájaro y otros siete pajaritos hermanos del primero.
El sol comenzó a caer, así que la hormiguita, el ciempiés, la familia pájaro, el topo, la ardilla y el gnomo se fueron marcharon, hasta que el ratón se quedó solo.
- Vaya, ya no queda queso, con lo grande que era… ¿Y, ahora, cómo pasaré el invierno?
Supo la respuesta a la mañana siguiente, cuando al salir de su ratonera encontró un gran cesto con nueces, bayas, sirope, fruta… y un Gracias escrito con letras de amistad. ¡Y el ratón se relamió los bigotes, pensando en el banquete que se iba a dar!
Y, colorín colorado, esta historia se ha acabado.