En
una ocasión, hace ya mucho tiempo, ocurrió que una princesa sirena nadó
demasiado lejos y se perdió en el mar.
- ¡Socorro,
me he perdido, soy la princesa! – gritó angustiada - ¡que alguien venga
a ayudarme inmediatamente!
Pero
nadie contestó la primera, ni la segunda, ni la tercera vez que pidió ayuda, y mirara a donde mirara, el
mundo a su alrededor era sólo agua, azul y soledad.
Más
irritada que asustada, la sirena bajó hasta el fondo y se sentó en una roca con
hermosos corales. Allí descansó un rato y comprobó cómo los rayos del sol se iban
apagando, al mismo tiempo que se oscurecía el mar.
- Hola,
¿cómo te llamas?
La
sirena dio un respingo y se giró bruscamente, arremolinando con su cola el agua que le rodeaba.
- ¿Quiénes
sois vosotros? ¿Y dónde está Palacio? – preguntó altiva.
Dos
calamares la contemplaban sonrientes y tardaron unos segundos en responder.
- Pues
somos calamares, y Palacio está… por allí – contestó el más grande.
- No,
está por allá – rectificó el calamar más pequeñito y enseguida se enzarzaron ambos en una discusión sobre la dirección a seguir para llegar al Palacio Real.
La
sirena quiso poner fin a la discusión.
-
¡Ya
está bien! – gritó – Soy la princesa, la heredera, y os ordeno que me
llevéis de vuelta a casa.
El
calamar pequeño frunció el ceño y preguntó:
- ¿¿Cómo
se pide??
- Es
que las cosas se piden por favor - explicó el más grande con la mejor de sus sonrisas.
La
princesa les miró boquiabierta y después preguntó malhumorada:
- Vamos
a ver, ¿qué parte de “soy la princesa” no habéis entendido?
- ¿Y
qué parte de “cómo se pide” no has comprendido tú, princesa gruñona? – preguntó
a su vez el calamar pequeño.
- Bueno,
princesa – intervino el calamar grande, que era más diplomático que el otro – aunque
seas princesa y heredera yo creo que deberías pedir las cosas por
favor, ¿no crees?
- ¿Para
qué? En Palacio todos obedecen a la primera, no tengo necesidad de pedir
favores, yo doy órdenes.
- ¡Pues
eso será en Palacio, pero aquí si no eres amable con los demás, los demás no lo
serán contigo! ¡Y no podrán ayudarte! - sentenció el calamar pequeñajo.
La
sirena se enfadó tanto tantísimo que los dos calamarcitos se escondieron tras
la roca durante el rato que duró su furia. Cuando se hubo calmado, la
sirena se sentó en la roca y comenzó a sollozar, después a gimotear y
finalmente a llorar desconsoladamente. Los calamares salieron de su
escondite y se acercaron a ella.
- No llores, no te preocupes, aunque no lo pidas
por favor, te ayudaremos a volver a casa – dijo el calamar
pequeñito, con cierto cargo de conciencia.
- No
lloro por no saber volver a casa – dijo la sirena tras un largo silencio entrecortado –
lloro porque nadie me ha enseñado a ser amable.
Los
calamares, sorprendidos al oír aquello, la abrazaron (con todos sus bracitos) y esperaron a que la princesa
se tranquilizara. Luego, le explicaron en qué consistía ser amable y viendo el gran interés que ésta mostraba,
le hablaron también de la amistad y de los buenos modales. Llegó la medianohe, todos estaban cansados y
al calamar grande se le ocurrió avisar al pez bombilla, que acudió solícito a
la llamada. Y a la pregunta de por dónde ir a Palacio, éste
concluyó que no se iba por allí, ni por allá, sino justo por el camino del medio.
Así, alumbrando aquella dirección, el pez y los calamares acompañaron a la sirena de vuelta a su hogar.
De
nuevo en Palacio, la princesa comenzó a practicar la amabilidad, y todo
lo aprendido en la tarde en que se perdió; y a partir de entonces se sintió mucho mejor, más querida e incluso
más guapa.
Por
su parte, los dos calamares regresaron a su roca de hermosos corales, y siguieron con sus vidas tan felices como siempre.
Y
colorín, colorado, el cuento de la sirena y los dos calamares se ha acabado.