Cada vez que salía a trabajar en
las noches de luna nueva, deseaba con todas sus fuerzas volver a casa con las
manos vacías. Pero desgraciadamente hacía ya mucho tiempo, muchos meses y quizá
incluso años, que regresaba a su guarida cargado de sacas y sacas llenas, llenas
a rebosar.
Tanta gente a su alrededor sin empleo y él se sentía por primera vez incapaz de cumplir con la misión que se le había encomendado. Las noches eran demasiado cortas y el trabajo se acumulaba; estaba absolutamente desbordado y aquello le producía dolor de corazón.
El sótano ya no tenía cabida para nada más, así que había comenzado a amontonar los sacos que traía llenos en la parte trasera de la guarida, bajo un porche de madera carcomida que no siempre protegía de las inclemencias del tiempo. Y a él, que nunca perdía la esperanza de poder devolver parte de la mercancía, le preocupaba muchísimo que ésta se deteriorara.
Y todo por culpa de una mala racha, crisis económica decían, que había roto sueños, sembrado desesperación y, lo peor, había ocultado casi por completo, como si de una espesa niebla se tratara, las cosas buenas que tenía la vida (porque todavía las tenía) para sonreír.
¿O acaso la bondad, la solidaridad y la generosidad de tanta gente anónima en tiempos difíciles no merecían una sonrisa, por pequeña que fuera?
Claro que sí, y por eso el Ladrón de Sonrisas* se esforzaba cada noche de luna nueva en recoger todas y cada una de las sonrisas que encontraba por el suelo, porque estaba seguro de que antes o después, cuando las cosas mejoraran, sus dueños vendrían a recuperarlas.