El perro ladró tres veces
- ¡Guau-Guau-Guau! - como queriendo dejarse encontrar después de un largo rato
de juego.
- ¡Estás
aquí, por fin! – exclamó la Infanta Margarita.
La niña se agachó y abrazó con ternura
al perro que aquella mañana había encontrado en los Jardines del Alcázar. Parecía
mastín, era grande, marrón canela y se notaba que añoraba compañía.
- ¿Sabes
que tienes cara de listo? – comentó Margarita mientras acariciaba sus orejas – Me gustaría saber cómo te llamas y quién es tu dueño, eres demasiado bonito
para estar por aquí solo.
Se levantó y limpió su vestido de hojas,
tierra y briznas de hierba. Las campanas del Monasterio de la Encarnación comenzaron
a repicar y Margarita supo que era hora de regresar a Palacio. Lo hizo a toda
carrera, comprobando de tanto en tanto que el perro la seguía de cerca.
Cuando por fin alcanzó la fachada del
Alcázar, decidió entrar por la zona de las cocinas. Margarita confiaba en que
Bernardo, un joven galopín hijo de la panadera, le diera algún resto para el
perro.
- ¿Está
loca, Alteza? Me va a meter en un lío, ¡ni hablar! – exclamó enfadado el chico
- Como se entere Don Toribio, el cocinero, me manda con los desarrapados. Ese
perro tiene que tener dueño, déjelo donde lo encontró.
- Pero
tiene cara de hambre, Bernardo, y está un poco sucio, y parece muy listo, y
buen perro, y está solo y...
Siempre
ocurría lo mismo… la Infanta Margarita conseguía su objetivo. Así que
Bernardo, su mejor amigo en la
Corte, le dio un pedazo de carne y un balde de agua para el
perro, que agradeció moviendo la cola inquieto.
- Vaya,
estabas hambriento, perrito – comentó divertida la niña.
El perro terminó la vianda y se relamió
los bigotes. Entonces la niña lo llevó a las Caballerizas Reales y lo acomodó
junto a un montón de paja.
- Ahora
debo marcharme. Mis damas de compañía estarán buscándome por todas partes, pero
prometo que volveré.
La Infanta Margarita regresó corriendo a
Palacio, justo en el momento oportuno.
- Vamos, Alteza, dese prisa
– le apremió Doña Isabel de Velasco – Don Diego lleva un rato esperando en el
taller; además, ya sabe que a Doña Marcela no le gusta que ande usted por ahí,
correteando de cualquier forma como si fuera una salvaje.
Don Diego Rodríguez de Silva y
Velázquez, el pintor de la Corte,
llevaba varios días inmerso en un gran cuadro. Y, una vez más, la pequeña
Infanta era la protagonista. Mucho tiempo
después, Margarita comprendería el empeño de aquel artista de bigotes
puntiagudos en pintarla a todas horas. De
momento, a sus cinco años, la niña tan sólo sabía que aquello de posar era
muy aburrido. Tanto rato quieta, sin poder casi ni hablar, ni moverse… ¡sin
jugar!
Resignada, Margarita entró en una de
las estancias de Palacio que Velázquez utilizaba como taller y, bajo una mirada
de reprobación de Doña Marcela Ulloa, se colocó en el centro de la estancia. Junto
a ella, a cada lado se colocaron sus meninas, las damas Doña Isabel y Doña
María Agustina Sarmiento.
- Mire
cómo lleva el vestido, Alteza, si parecen harapos – comentó con desagrado Doña
Marcela.
Por fortuna, los Monarcas también
estaban en la sala y su padre, el Rey Felipe IV, le guiñó un ojo quitando
hierro al asunto.
A Margarita el posado se le hizo
eterno aquella tarde. Cuando por fin terminó, consiguió escapar de sus meninas
y se dirigió impaciente a las caballerizas.
- Perrito,
¿dónde estás? Ya he vuelto, no he podido hacerlo antes –
Pero Margarita paró en seco su carrera. El precioso mastín canela no estaba
donde debería estar. Un ruido detrás de ella le sobresaltó.
- Disculpe,
Alteza, no sabía que vendría esta tarde. ¿Desea dar un paseo? – preguntó un
mozo de cuadras.
- ¿Dónde
está mi perro? – gimoteó la niña.
- ¿Ese
perro tan enorme? Parecía peligroso y lo hemos espantado, Alteza – respondió el
chico - Creo que se dañó una pata y marchó cojeando por allí.
La niña no quiso escuchar más y se fue
corriendo por los jardines, gritando a cada rato:
- ¿Dónde
estás, perrito? ¡Ni siquiera sé cómo te llamas! ¡Ven perro, soy yo, tu amiga
Margarita!
Sin darse cuenta, la Infanta dejó atrás el
Palacio y anduvo mucho tiempo, y muy lejos, hasta dejar atrás los muros del
Alcázar. Perdida entre los árboles, Margarita vio cómo el sol se apagaba en el
ocaso, y comenzó a sentir miedo, frío y soledad.
- ¡Perrito,
ven, prometo que te cuidaré, nadie te hará daño!
Ésas
fueron las últimas palabras de Margarita en aquella noche oscura, antes de
quedarse dormida acurrucada bajo un árbol. Un lametón la despertó horas después. La
niña abrió los ojos y descubrió la cara simpática del mastín color canela. Margarita
lo reconoció enseguida y sonrió.
- ¡Por
fin te encuentro! Esta vez te habías escondido bien, ¿verdad? ¿Cómo éstas, te
duele mucho? – dijo adormilada, acariciando la pata ensangrentada del animal - Regresemos
a Palacio para curarte, y prometo que no volveré a dejarte solo.
La Infanta Margarita se levantó, pero estaba
demasiado cansada y aterida de frío para regresar andando a Palacio. El perro se
dio cuenta, y tirando suavemente del vestido consiguió hacer entender a la niña
que subiera sobre su lomo. Así juntos, despacio y bajo la luz de la luna, el
mastín y la Infanta regresaron a Palacio. Sanos y salvos para tranquilidad de los Monarcas.
A partir de entonces, aquel perro
grandote se convertiría en guardián y protector de la Infanta, pasando a formar
parte de la Corte
de Felipe IV. La niña curó su pata herida, dicen que le puso un bonito nombre (aunque
esto es un secreto) y quiso retratarse con él en uno de los cuadros más famosos
de Velázquez.
