Muchos
“25 de febrero” he pensado (y hoy, por fin, lo comparto) que,
cuando uno cumple años, en vez de soplar velas debería encenderlas, y dejarlas
así, iluminando el paso de la vida, hasta que llegara la hora de apagarlas
todas, de un soplo, justo antes de bajar el telón.
Cada año una vela, un rayo, un destello más de vida. Una llama creciente, de madurez y experiencia, que
guíe nuestro camino, haciendo visibles los baches para no tropezar tanto.
Puede que por
eso los niños necesiten la luz de sus padres, y sólo de jóvenes comiencen
a sentirse libres en la penumbra, impacientes por tragarse la vida sin esperar a
que la claridad destape su total dimensión.
De adultos, debería bastarnos nuestro propio halo, pero ocurre que hay velas que se apagan por culpa de malas corrientes, y entonces necesitamos la luz de otros para seguir adelante. Y compartir los rayos se me hace bonito.
En mi pensamiento, veo también a las personas mayores inundadas de luz, perfectas en su papel de faros para una sociedad demasiadas veces perdida. Tal vez así, quién sabe, tendrían el lugar que se merecen y que nos empeñamos en negarles.
Y
llegados al final del recorrido, ahora sí, creo que sería el momento de
soplar todas y cada una de las velas encendidas a lo largo del tiempo, para elevarnos después, ligeros de equipaje, en busca de esa otra luz mágica
y eterna que nos espera allá arriba.
Feliz Cumpleaños.