lunes, 9 de febrero de 2015

Había una Vez... Margarita y el Perro de la Corte


El perro ladró tres veces - ¡Guau-Guau-Guau! - como queriendo dejarse encontrar después de un largo rato de juego.

- ¡Estás aquí, por fin! – exclamó la Infanta Margarita.

La niña se agachó y abrazó con ternura al perro que aquella mañana había encontrado en los Jardines del Alcázar. Parecía mastín, era grande, marrón canela y se notaba que añoraba compañía.

- ¿Sabes que tienes cara de listo? – comentó Margarita mientras acariciaba sus orejas – Me gustaría saber cómo te llamas y quién es tu dueño, eres demasiado bonito para estar por aquí solo.

Se levantó y limpió su vestido de hojas, tierra y briznas de hierba. Las campanas del Monasterio de la Encarnación comenzaron a repicar y Margarita supo que era hora de regresar a Palacio. Lo hizo a toda carrera, comprobando de tanto en tanto que el perro la seguía de cerca.

Cuando por fin alcanzó la fachada del Alcázar, decidió entrar por la zona de las cocinas. Margarita confiaba en que Bernardo, un joven galopín hijo de la panadera, le diera algún resto para el perro.

- ¿Está loca, Alteza? Me va a meter en un lío, ¡ni hablar! – exclamó enfadado el chico - Como se entere Don Toribio, el cocinero, me manda con los desarrapados. Ese perro tiene que tener dueño, déjelo donde lo encontró.

- Pero tiene cara de hambre, Bernardo, y está un poco sucio, y parece muy listo, y buen perro, y está solo y...

Siempre ocurría lo mismo… la Infanta Margarita conseguía su objetivo. Así que Bernardo, su mejor amigo en la Corte, le dio un pedazo de carne y un balde de agua para el perro, que agradeció moviendo la cola inquieto.

- Vaya, estabas hambriento, perrito – comentó divertida la niña.

El perro terminó la vianda y se relamió los bigotes. Entonces la niña lo llevó a las Caballerizas Reales y lo acomodó junto a un montón de paja.

- Ahora debo marcharme. Mis damas de compañía estarán buscándome por todas partes, pero prometo que volveré.

La Infanta Margarita regresó corriendo a Palacio, justo en el momento oportuno.

- Vamos, Alteza, dese prisa – le apremió Doña Isabel de Velasco – Don Diego lleva un rato esperando en el taller; además, ya sabe que a Doña Marcela no le gusta que ande usted por ahí, correteando de cualquier forma como si fuera una salvaje.

Don Diego Rodríguez de Silva y Velázquez, el pintor de la Corte, llevaba varios días inmerso en un gran cuadro. Y, una vez más, la pequeña Infanta era la protagonista. Mucho tiempo después, Margarita comprendería el empeño de aquel artista de bigotes puntiagudos en pintarla a todas horas. De momento, a sus cinco años, la niña tan sólo sabía que aquello de posar era muy aburrido. Tanto rato quieta, sin poder casi ni hablar, ni moverse… ¡sin jugar!

Resignada, Margarita entró en una de las estancias de Palacio que Velázquez utilizaba como taller y, bajo una mirada de reprobación de Doña Marcela Ulloa, se colocó en el centro de la estancia. Junto a ella, a cada lado se colocaron sus meninas, las damas Doña Isabel y Doña María Agustina Sarmiento.

- Mire cómo lleva el vestido, Alteza, si parecen harapos – comentó con desagrado Doña Marcela.

Por fortuna, los Monarcas también estaban en la sala y su padre, el Rey Felipe IV, le guiñó un ojo quitando hierro al asunto.

A Margarita el posado se le hizo eterno aquella tarde. Cuando por fin terminó, consiguió escapar de sus meninas y se dirigió impaciente a las caballerizas.

- Perrito, ¿dónde estás? Ya he vuelto, no he podido hacerlo antes – Pero Margarita paró en seco su carrera. El precioso mastín canela no estaba donde debería estar. Un ruido detrás de ella le sobresaltó.

- Disculpe, Alteza, no sabía que vendría esta tarde. ¿Desea dar un paseo? – preguntó un mozo de cuadras.

- ¿Dónde está mi perro? – gimoteó la niña.

- ¿Ese perro tan enorme? Parecía peligroso y lo hemos espantado, Alteza – respondió el chico - Creo que se dañó una pata y marchó cojeando por allí.

La niña no quiso escuchar más y se fue corriendo por los jardines, gritando a cada rato:

- ¿Dónde estás, perrito? ¡Ni siquiera sé cómo te llamas! ¡Ven perro, soy yo, tu amiga Margarita!

Sin darse cuenta, la Infanta dejó atrás el Palacio y anduvo mucho tiempo, y muy lejos, hasta dejar atrás los muros del Alcázar. Perdida entre los árboles, Margarita vio cómo el sol se apagaba en el ocaso, y comenzó a sentir miedo, frío y soledad.

- ¡Perrito, ven, prometo que te cuidaré, nadie te hará daño!

Ésas fueron las últimas palabras de Margarita en aquella noche oscura, antes de quedarse dormida acurrucada bajo un árbol. Un lametón la despertó horas después. La niña abrió los ojos y descubrió la cara simpática del mastín color canela. Margarita lo reconoció enseguida y sonrió.

- ¡Por fin te encuentro! Esta vez te habías escondido bien, ¿verdad? ¿Cómo éstas, te duele mucho? – dijo adormilada, acariciando la pata ensangrentada del animal - Regresemos a Palacio para curarte, y prometo que no volveré a dejarte solo.

La Infanta Margarita se levantó, pero estaba demasiado cansada y aterida de frío para regresar andando a Palacio. El perro se dio cuenta, y tirando suavemente del vestido consiguió hacer entender a la niña que subiera sobre su lomo. Así juntos, despacio y bajo la luz de la luna, el mastín y la Infanta regresaron a Palacio. Sanos y salvos para tranquilidad de los Monarcas.

A partir de entonces, aquel perro grandote se convertiría en guardián y protector de la Infanta, pasando a formar parte de la Corte de Felipe IV. La niña curó su pata herida, dicen que le puso un bonito nombre (aunque esto es un secreto) y quiso retratarse con él en uno de los cuadros más famosos de Velázquez.