jueves, 5 de febrero de 2015

Había una Vez... ¡Cuidado con lo que deseas! (o el abrazo más grande)

Pedro estaba furioso, mucho más que furioso en realidad, pero a sus seis años de edad no encontraba un adjetivo que definiera mejor su estado anímico. Estaba en su cuarto, solo, y miraba a través de la ventana cómo caían las gotas de lluvia y se estrellaban contra el cristal. El viento, que todavía escuchaba rugir incluso dentro de casa, azotaba los árboles del jardín y hacía volar con giros arremolinados mil hojas amarillas, ocres y granates, que hasta entonces habían reposado serenas en el césped.

Pedro miró al cielo cargado de nubes, nubes grises como su humor. Escuchó tras la puerta los tacones de mamá y ese timbre de voz que tanto le irritaba cuando, como aquella tarde, no había discusión y se hacía lo que ella decía, porque sí. Por eso, mirando fijamente al cielo, Pedro deseó que mamá desapareciera, e incluso se atrevió a desearlo en voz alta y con los ojos cerrados:

- Que mamá desaparezca.

Después abrió los ojos y siguió mirando por la ventana. Y todo seguía igual. Todo, a excepción del timbre irritante de voz que ya no se escuchaba. Pedro agradeció el silencio y sonrió. Con su nariz pegada al cristal, todavía siguió mirando un rato más la lluvia y el vendaval que se habían transformado en tormenta, y se entretuvo contando el tiempo que transcurría entre el rayo y el trueno, tal y como le había enseñado a hacer… mamá.

Un rato después Pedro sintió hambre, así que decidió abandonar la ventana y se dirigió a la puerta, que abrió con firmeza. Con el picaporte todavía en la mano, escuchó atentamente el silencio que le rodedaba. Llamó a mamá. No obtuvo respuesta. Volvió a llamarla y elevó el tono al hacerlo. Nada. Entonces bajó a la cocina y encendió la luz para comprobar mejor que la estancia estaba desierta. ¿Dónde estaría su madre?

Fingiendo tranquilidad, Pedro decidió aprovechar la ocasion y sacó de la despensa el bote de crema de cacao, ésa que mamá racionaba continuamente. Abrió el cajón de los cubiertos y sacó un cuchillo. Se sentó entonces a la mesa, destapó el bote y metió el cuchillo con ganas. Lo sacó triunfante lleno de deliciosa crema y se lo llevó a la boca. Así estuvo Pedro un buen rato, el que necesitó para vaciar el bote, que vacío dejó de tener interés para el chico. 

Pedro volvió a llamar a mamá. Silencio. Ni tacones ni tono irritante. Nada. Regresó a su habitación y comenzó a jugar con las construcciones, y de tanto en tanto miraba por la ventana y comprobaba que la lluvia, el viento, los rayos y los truenos seguían en acción. De pronto sintió frío y abrió el cajón de la cómoda, y no supo qué sudadera coger. Pero mamá no estaba, así que tuvo que tomar la decisión que creyó más acertada, y se colocó un jersey que después de puesto notó demasiado grande.

Con las mangas mal dobladas, Pedro jugó después con los coches, con los indios, los vaqueros, los soldaditos… Y llegó un momento en que la alfombra ni se veía de tantos juguetes que había por el suelo. Y ese caos le sentó fatal, y todavía le sentó peor un dolor de tripa que iba en aumento. Gritó:

- ¡Mamá! ¡Mamáaaaaa! - ¿Dónde estaba? ¿Por dónde correrían sus tacones? ¿Por qué no se oía su voz por ninguna parte?

Entonces a Pedro le corrió un sudor frío por la espalda. ¿Y si el deseo de hacía un rato se había cumplido? “Qué mamá desaparezca”, había dicho en voz alta, “que mamá desaparezca”, pero sólo lo había dicho en broma, ¿verdad?

Un frenético impulso le llevó a inspeccionar la casa de arriba abajo, corriendo de un lado a otro a la velocidad de la luz, abriendo y cerrando puertas, llamando a su madre una y mil veces. Incluso, se atrevió a abrir la entrada principal de casa, pero el viento la cerró de golpe en sus narices.

Ahora sí, Pedro perdió los últimos nervios que le quedaban en los bolsillos. Lloró, y llorando subió a su cuarto, y miró por la ventana con la vana esperanza de ver a mamá tras el cristal. Pero no fue así.

Abatido, Pedro se acurrucó en la cama con su peluche, buscando la postura que mejor escondiera su dolor de tripa… y de corazón. Cerró los ojos y deseó que mamá volviera, que regresaran sus tacones, y su dulce voz, sólo a veces enérgica (y sí, un poco estridente) por causas justificadas. Que viniera mamá a ponerle un jersey de su talla, a ayudarle a encontrar sus juguetes en el desorden, a darle el jarabe de fresa. A secarle las lágrimas.

La tormenta cesó. Los tacones subieron por las escaleras y entraron de puntillas en el cuarto de Pedro, que dormía inquieto en su cama.

- Pedro, cariño, despierta – susurró mamá – Mira qué desastre de cuarto. Anda, recógelo y luego baja si quieres a merendar.

El niño abrió los ojos, se los frotó incrédulo, y abrazó a su madre con tantas ganas, tanta fuerza y durante tanto rato seguido que bien pudo convertirse aquél en el abrazo más grande del mundo.