miércoles, 3 de octubre de 2012

Había una Vez... Una Sirena y Dos Calamares

En una ocasión, hace ya mucho tiempo, ocurrió que una princesa sirena nadó demasiado lejos y se perdió en el mar.
 
- ¡Socorro, me he perdido, soy la princesa! – gritó angustiada - ¡que alguien venga a ayudarme inmediatamente!

Pero nadie contestó la primera, ni la segunda, ni la tercera vez que pidió ayuda, y mirara a donde mirara, el mundo a su alrededor era sólo agua, azul y soledad.

Más irritada que asustada, la sirena bajó hasta el fondo y se sentó en una roca con hermosos corales. Allí descansó un rato y comprobó cómo los rayos del sol se iban apagando, al mismo tiempo que se oscurecía el mar.

- Hola, ¿cómo te llamas?

La sirena dio un respingo y se giró bruscamente, arremolinando con su cola el agua que le rodeaba.
 
- ¿Quiénes sois vosotros? ¿Y dónde está Palacio? – preguntó altiva.

Dos calamares la contemplaban sonrientes y tardaron unos segundos en responder.

- Pues somos calamares, y Palacio está… por allí – contestó el más grande.

- No, está por allá – rectificó el calamar más pequeñito y enseguida se enzarzaron ambos en una discusión sobre la dirección a seguir para llegar al Palacio Real.

La sirena quiso poner fin a la discusión.
-  ¡Ya está bien! – gritó – Soy la princesa, la heredera, y os ordeno que me llevéis de vuelta a casa.

El calamar pequeño frunció el ceño y preguntó:

- ¿¿Cómo se pide??
- Es que las cosas se piden por favor - explicó el más grande con la mejor de sus sonrisas.

La princesa les miró boquiabierta y después preguntó malhumorada:

- Vamos a ver, ¿qué parte de “soy la princesa” no habéis entendido?

- ¿Y qué parte de “cómo se pide” no has comprendido tú, princesa gruñona? – preguntó a su vez el calamar pequeño.

- Bueno, princesa – intervino el calamar grande, que era más diplomático que el otro – aunque seas princesa y heredera yo creo que deberías pedir las cosas por favor, ¿no crees?

- ¿Para qué? En Palacio todos obedecen a la primera, no tengo necesidad de pedir favores, yo doy órdenes.

- ¡Pues eso será en Palacio, pero aquí si no eres amable con los demás, los demás no lo serán contigo!  ¡Y no podrán ayudarte! - sentenció el calamar pequeñajo.

La sirena se enfadó tanto tantísimo que los dos calamarcitos se escondieron tras la roca durante el rato que duró su furia. Cuando se hubo calmado, la sirena se sentó en la roca y comenzó a sollozar, después a gimotear y finalmente a llorar desconsoladamente. Los calamares salieron de su escondite y se acercaron a ella.

- No llores, no te preocupes, aunque no lo pidas por favor, te ayudaremos a volver a casa – dijo el calamar pequeñito, con cierto cargo de conciencia.

- No lloro por no saber volver a casa – dijo la sirena tras un largo silencio entrecortado – lloro porque nadie me ha enseñado a ser amable.

Los calamares, sorprendidos al oír aquello, la abrazaron (con todos sus bracitos) y esperaron a que la princesa se tranquilizara. Luego, le explicaron en qué consistía ser amable y viendo el gran interés que ésta mostraba, le hablaron también de la amistad y de los buenos modales. Llegó la medianohe, todos estaban cansados y al calamar grande se le ocurrió avisar al pez bombilla, que acudió solícito a la llamada. Y a la pregunta de por dónde ir a Palacio, éste concluyó que no se iba por allí, ni por allá, sino justo por el camino del medio. Así, alumbrando aquella dirección, el pez y los calamares acompañaron a la sirena de vuelta a su hogar.
De nuevo en Palacio, la princesa comenzó a practicar la amabilidad, y todo lo aprendido en la tarde en que se perdió; y a partir de entonces se sintió mucho mejor, más querida e incluso más guapa.

Por su parte, los dos calamares regresaron a su roca de hermosos corales, y siguieron con sus vidas tan felices como siempre.
Y colorín, colorado, el cuento de la sirena y los dos calamares se ha acabado.