miércoles, 25 de febrero de 2015

Había una Vez... Encender velas y no soplarlas

Muchos “25 de febrero” he pensado (y hoy, por fin, lo comparto) que, cuando uno cumple años, en vez de soplar velas debería encenderlas, y dejarlas así, iluminando el paso de la vida, hasta que llegara la hora de apagarlas todas, de un soplo, justo antes de bajar el telón.

Cada año una vela, un rayo, un destello más de vida. Una llama creciente, de madurez y experiencia, que guíe nuestro camino, haciendo visibles los baches para no tropezar tanto.

Puede que por eso los niños necesiten la luz de sus padres, y sólo de jóvenes comiencen a sentirse libres en la penumbra, impacientes por tragarse la vida sin esperar a que la claridad destape su total dimensión.

De adultos, debería bastarnos nuestro propio halo, pero ocurre que hay velas que se apagan por culpa de malas corrientes, y entonces necesitamos la luz de otros para seguir adelante. Y compartir los rayos se me hace bonito.

En mi pensamiento, veo también a las personas mayores inundadas de luz, perfectas en su papel de faros para una sociedad demasiadas veces perdida. Tal vez así, quién sabe, tendrían el lugar que se merecen y que nos empeñamos en negarles.

Y llegados al final del recorrido, ahora sí, creo que sería el momento de soplar todas y cada una de las velas encendidas a lo largo del tiempo, para elevarnos después, ligeros de equipaje, en busca de esa otra luz mágica y eterna que nos espera allá arriba.

Feliz Cumpleaños.

lunes, 9 de febrero de 2015

Había una Vez... Margarita y el Perro de la Corte


El perro ladró tres veces - ¡Guau-Guau-Guau! - como queriendo dejarse encontrar después de un largo rato de juego.

- ¡Estás aquí, por fin! – exclamó la Infanta Margarita.

La niña se agachó y abrazó con ternura al perro que aquella mañana había encontrado en los Jardines del Alcázar. Parecía mastín, era grande, marrón canela y se notaba que añoraba compañía.

- ¿Sabes que tienes cara de listo? – comentó Margarita mientras acariciaba sus orejas – Me gustaría saber cómo te llamas y quién es tu dueño, eres demasiado bonito para estar por aquí solo.

Se levantó y limpió su vestido de hojas, tierra y briznas de hierba. Las campanas del Monasterio de la Encarnación comenzaron a repicar y Margarita supo que era hora de regresar a Palacio. Lo hizo a toda carrera, comprobando de tanto en tanto que el perro la seguía de cerca.

Cuando por fin alcanzó la fachada del Alcázar, decidió entrar por la zona de las cocinas. Margarita confiaba en que Bernardo, un joven galopín hijo de la panadera, le diera algún resto para el perro.

- ¿Está loca, Alteza? Me va a meter en un lío, ¡ni hablar! – exclamó enfadado el chico - Como se entere Don Toribio, el cocinero, me manda con los desarrapados. Ese perro tiene que tener dueño, déjelo donde lo encontró.

- Pero tiene cara de hambre, Bernardo, y está un poco sucio, y parece muy listo, y buen perro, y está solo y...

Siempre ocurría lo mismo… la Infanta Margarita conseguía su objetivo. Así que Bernardo, su mejor amigo en la Corte, le dio un pedazo de carne y un balde de agua para el perro, que agradeció moviendo la cola inquieto.

- Vaya, estabas hambriento, perrito – comentó divertida la niña.

El perro terminó la vianda y se relamió los bigotes. Entonces la niña lo llevó a las Caballerizas Reales y lo acomodó junto a un montón de paja.

- Ahora debo marcharme. Mis damas de compañía estarán buscándome por todas partes, pero prometo que volveré.

La Infanta Margarita regresó corriendo a Palacio, justo en el momento oportuno.

- Vamos, Alteza, dese prisa – le apremió Doña Isabel de Velasco – Don Diego lleva un rato esperando en el taller; además, ya sabe que a Doña Marcela no le gusta que ande usted por ahí, correteando de cualquier forma como si fuera una salvaje.

Don Diego Rodríguez de Silva y Velázquez, el pintor de la Corte, llevaba varios días inmerso en un gran cuadro. Y, una vez más, la pequeña Infanta era la protagonista. Mucho tiempo después, Margarita comprendería el empeño de aquel artista de bigotes puntiagudos en pintarla a todas horas. De momento, a sus cinco años, la niña tan sólo sabía que aquello de posar era muy aburrido. Tanto rato quieta, sin poder casi ni hablar, ni moverse… ¡sin jugar!

Resignada, Margarita entró en una de las estancias de Palacio que Velázquez utilizaba como taller y, bajo una mirada de reprobación de Doña Marcela Ulloa, se colocó en el centro de la estancia. Junto a ella, a cada lado se colocaron sus meninas, las damas Doña Isabel y Doña María Agustina Sarmiento.

- Mire cómo lleva el vestido, Alteza, si parecen harapos – comentó con desagrado Doña Marcela.

Por fortuna, los Monarcas también estaban en la sala y su padre, el Rey Felipe IV, le guiñó un ojo quitando hierro al asunto.

A Margarita el posado se le hizo eterno aquella tarde. Cuando por fin terminó, consiguió escapar de sus meninas y se dirigió impaciente a las caballerizas.

- Perrito, ¿dónde estás? Ya he vuelto, no he podido hacerlo antes – Pero Margarita paró en seco su carrera. El precioso mastín canela no estaba donde debería estar. Un ruido detrás de ella le sobresaltó.

- Disculpe, Alteza, no sabía que vendría esta tarde. ¿Desea dar un paseo? – preguntó un mozo de cuadras.

- ¿Dónde está mi perro? – gimoteó la niña.

- ¿Ese perro tan enorme? Parecía peligroso y lo hemos espantado, Alteza – respondió el chico - Creo que se dañó una pata y marchó cojeando por allí.

La niña no quiso escuchar más y se fue corriendo por los jardines, gritando a cada rato:

- ¿Dónde estás, perrito? ¡Ni siquiera sé cómo te llamas! ¡Ven perro, soy yo, tu amiga Margarita!

Sin darse cuenta, la Infanta dejó atrás el Palacio y anduvo mucho tiempo, y muy lejos, hasta dejar atrás los muros del Alcázar. Perdida entre los árboles, Margarita vio cómo el sol se apagaba en el ocaso, y comenzó a sentir miedo, frío y soledad.

- ¡Perrito, ven, prometo que te cuidaré, nadie te hará daño!

Ésas fueron las últimas palabras de Margarita en aquella noche oscura, antes de quedarse dormida acurrucada bajo un árbol. Un lametón la despertó horas después. La niña abrió los ojos y descubrió la cara simpática del mastín color canela. Margarita lo reconoció enseguida y sonrió.

- ¡Por fin te encuentro! Esta vez te habías escondido bien, ¿verdad? ¿Cómo éstas, te duele mucho? – dijo adormilada, acariciando la pata ensangrentada del animal - Regresemos a Palacio para curarte, y prometo que no volveré a dejarte solo.

La Infanta Margarita se levantó, pero estaba demasiado cansada y aterida de frío para regresar andando a Palacio. El perro se dio cuenta, y tirando suavemente del vestido consiguió hacer entender a la niña que subiera sobre su lomo. Así juntos, despacio y bajo la luz de la luna, el mastín y la Infanta regresaron a Palacio. Sanos y salvos para tranquilidad de los Monarcas.

A partir de entonces, aquel perro grandote se convertiría en guardián y protector de la Infanta, pasando a formar parte de la Corte de Felipe IV. La niña curó su pata herida, dicen que le puso un bonito nombre (aunque esto es un secreto) y quiso retratarse con él en uno de los cuadros más famosos de Velázquez.


jueves, 5 de febrero de 2015

Había una Vez... ¡Cuidado con lo que deseas! (o el abrazo más grande)

Pedro estaba furioso, mucho más que furioso en realidad, pero a sus seis años de edad no encontraba un adjetivo que definiera mejor su estado anímico. Estaba en su cuarto, solo, y miraba a través de la ventana cómo caían las gotas de lluvia y se estrellaban contra el cristal. El viento, que todavía escuchaba rugir incluso dentro de casa, azotaba los árboles del jardín y hacía volar con giros arremolinados mil hojas amarillas, ocres y granates, que hasta entonces habían reposado serenas en el césped.

Pedro miró al cielo cargado de nubes, nubes grises como su humor. Escuchó tras la puerta los tacones de mamá y ese timbre de voz que tanto le irritaba cuando, como aquella tarde, no había discusión y se hacía lo que ella decía, porque sí. Por eso, mirando fijamente al cielo, Pedro deseó que mamá desapareciera, e incluso se atrevió a desearlo en voz alta y con los ojos cerrados:

- Que mamá desaparezca.

Después abrió los ojos y siguió mirando por la ventana. Y todo seguía igual. Todo, a excepción del timbre irritante de voz que ya no se escuchaba. Pedro agradeció el silencio y sonrió. Con su nariz pegada al cristal, todavía siguió mirando un rato más la lluvia y el vendaval que se habían transformado en tormenta, y se entretuvo contando el tiempo que transcurría entre el rayo y el trueno, tal y como le había enseñado a hacer… mamá.

Un rato después Pedro sintió hambre, así que decidió abandonar la ventana y se dirigió a la puerta, que abrió con firmeza. Con el picaporte todavía en la mano, escuchó atentamente el silencio que le rodedaba. Llamó a mamá. No obtuvo respuesta. Volvió a llamarla y elevó el tono al hacerlo. Nada. Entonces bajó a la cocina y encendió la luz para comprobar mejor que la estancia estaba desierta. ¿Dónde estaría su madre?

Fingiendo tranquilidad, Pedro decidió aprovechar la ocasion y sacó de la despensa el bote de crema de cacao, ésa que mamá racionaba continuamente. Abrió el cajón de los cubiertos y sacó un cuchillo. Se sentó entonces a la mesa, destapó el bote y metió el cuchillo con ganas. Lo sacó triunfante lleno de deliciosa crema y se lo llevó a la boca. Así estuvo Pedro un buen rato, el que necesitó para vaciar el bote, que vacío dejó de tener interés para el chico. 

Pedro volvió a llamar a mamá. Silencio. Ni tacones ni tono irritante. Nada. Regresó a su habitación y comenzó a jugar con las construcciones, y de tanto en tanto miraba por la ventana y comprobaba que la lluvia, el viento, los rayos y los truenos seguían en acción. De pronto sintió frío y abrió el cajón de la cómoda, y no supo qué sudadera coger. Pero mamá no estaba, así que tuvo que tomar la decisión que creyó más acertada, y se colocó un jersey que después de puesto notó demasiado grande.

Con las mangas mal dobladas, Pedro jugó después con los coches, con los indios, los vaqueros, los soldaditos… Y llegó un momento en que la alfombra ni se veía de tantos juguetes que había por el suelo. Y ese caos le sentó fatal, y todavía le sentó peor un dolor de tripa que iba en aumento. Gritó:

- ¡Mamá! ¡Mamáaaaaa! - ¿Dónde estaba? ¿Por dónde correrían sus tacones? ¿Por qué no se oía su voz por ninguna parte?

Entonces a Pedro le corrió un sudor frío por la espalda. ¿Y si el deseo de hacía un rato se había cumplido? “Qué mamá desaparezca”, había dicho en voz alta, “que mamá desaparezca”, pero sólo lo había dicho en broma, ¿verdad?

Un frenético impulso le llevó a inspeccionar la casa de arriba abajo, corriendo de un lado a otro a la velocidad de la luz, abriendo y cerrando puertas, llamando a su madre una y mil veces. Incluso, se atrevió a abrir la entrada principal de casa, pero el viento la cerró de golpe en sus narices.

Ahora sí, Pedro perdió los últimos nervios que le quedaban en los bolsillos. Lloró, y llorando subió a su cuarto, y miró por la ventana con la vana esperanza de ver a mamá tras el cristal. Pero no fue así.

Abatido, Pedro se acurrucó en la cama con su peluche, buscando la postura que mejor escondiera su dolor de tripa… y de corazón. Cerró los ojos y deseó que mamá volviera, que regresaran sus tacones, y su dulce voz, sólo a veces enérgica (y sí, un poco estridente) por causas justificadas. Que viniera mamá a ponerle un jersey de su talla, a ayudarle a encontrar sus juguetes en el desorden, a darle el jarabe de fresa. A secarle las lágrimas.

La tormenta cesó. Los tacones subieron por las escaleras y entraron de puntillas en el cuarto de Pedro, que dormía inquieto en su cama.

- Pedro, cariño, despierta – susurró mamá – Mira qué desastre de cuarto. Anda, recógelo y luego baja si quieres a merendar.

El niño abrió los ojos, se los frotó incrédulo, y abrazó a su madre con tantas ganas, tanta fuerza y durante tanto rato seguido que bien pudo convertirse aquél en el abrazo más grande del mundo.