lunes, 1 de diciembre de 2014

Había una Vez... Cuando el amor llama a la puerta


Era un otoño raro, todo el mundo coincidía, aunque para ella era una tarde más de una semana más de un mes cualquiera. Estaba en casa, recostada en el sofá y con un libro apoyado en las rodillas. Sabía que no tardaría en aparecer, otra vez, el dolor de cuello por culpa de su rebeldía postural, pero le encantaba tumbarse de aquella manera y leer sin prestar atención al reloj. Con ella estaba la soledad, con quien había llegado a llevarse bien, después de tener que sufrirla al principio. Se habían acostumbrado a estar la una con la otra y, de alguna forma, se sentían así más acompañadas.

El timbre sonó de pronto, un par de veces. Ella lo ignoró al principio, pensando en algún cartero comercial inoportuno. El timbre volvió a sonar tres veces. Molesta por la interrupción, se levantó del sofá, se llevó la mano al cuello ya dolorido y se acercó al interfono.

- ¿Quién es? – preguntó.

- Soy yo, el amor – recibió por respuesta.

- Creo que te has equivocado, llama a la puerta de al lado, gracias – respondió ella.

- No, no me he equivocado, anda, déjame entrar, que hace frío. 

“Uf, qué pereza”, pensó ella abriendo la puerta de casa y dejando sobre la mesa del recibidor su libro interrumpido.

Él entró después de limpiarse los zapatos en el felpudo, y saludó amable.

- Me alegra verte de nuevo, cuánto tiempo.

Ella lo miró de arriba abajo desconfiada, sintió el sudor frío en la espalda y lamentó haber abierto la puerta a un desconocido.

- Tú no eres quien dices ser – dijo buscando un tono que disfrazara su temblor – Te conozco de otras veces y no eres así.

- Tienes razón, he cambiado por fuera, pero en el fondo soy el mismo de siempre – respondió el amor – Mírate, tú tampoco eres la misma.

- Tal vez, pero será mejor que te marches  – exigió ella sosteniendo la puerta abierta – la verdad es que ahora me pillas ocupada, fatal de tiempo.

El amor miró a su alrededor, el salón vacío, la chimenea encendida, la música de fondo, el sofá aún con la huella del cuerpo de ella y el libro sobre la mesa del recibidor.

- Muy ocupada tampoco estarías… Además, no me mientas, me estabas esperando – habló el amor sin moverse del sitio.

No, eso no era cierto, se dijo ella convencida. O sí. No, mejor no, ahora estaba bien en compañía de la soledad y no quería líos. O sí.

El amor leyó las dudas en su cabeza y aprovechó la guardia baja para avanzar posiciones y llegar al sofá. Allí se sentó y esperó la reacción de ella que había seguido sus pasos desconcertada.

- De verdad, márchate, no quiero verte – suplicaba más que exigía.

- ¿Por qué no? – preguntó el amor - ¿Qué te he hecho yo?

- Eres cruel y puedes hacer mucho daño, ya lo hiciste una vez y no quiero que se repita.

- Pero también puedo darte felicidad – se defendió.

- Ya, hasta que un buen día te marches por donde viniste. No, gracias, ya pasé por eso.

- ¿Y si no me voy esta vez?

De pronto, durante un nanoinstante casi imperceptible, a ella le brillaron los ojos, su rostro se relajó y la voz le sonó menos seca.

- ¿Prometes que no te irás?

- No puedo prometerte eso – contestó el amor sincero – No depende de mí, ya lo sabes... 

La sombra volvió al rostro de ella, que se ayudó de su brazo estirado que apuntaba a la puerta para gritar:

- ¡Entonces márchate ya, ahora mismo! ¡No quiero tener que lamentar haberte dejado entrar!

Lejos de hacerle caso, el amor se levantó y la abrazó con callada ternura. Y ella se perdió en ese abrazo, agachando la cabeza y dejando caer algunas lágrimas en la alfombra del salón. El tiempo se detuvo así unos minutos, pero la vida volvió a dar cuerda. El amor levantó el rostro de ella y pidió a su mirada:

- Déjame que me quede, por favor, he venido a verte y no quiero irme antes de tiempo.

- ¿Y qué pasará si vuelves a desaparecer?

- ¿Y qué pasará si no lo hago?

- No me respondas con otra pregunta, no seas cobarde, me lo debes – dijo ella.

- Si vuelvo a marcharme será que éste no era mi sitio – respondió el amor con las ventanas abiertas de par en par - Pero sería una pena no disfrutar de mi visita pensando en un futuro que quizá no sea como temes. O sí, pero ni tú ni yo podemos saberlo ahora.

Ella aceptó, se armó de valor e invitó al amor a sentarse de nuevo en el sofá. Después, fue a preparar café con un nudo en el estómago y, de camino a la cocina, se cruzó sin querer con la soledad que salía por la  puerta de puntillas, sin tampoco saber si volvería a compartir su tiempo con ella.