miércoles, 15 de mayo de 2013

Había Una Vez... Pérez, Presumida y el primer diente de Luisete

Había una vez un ratón de apellido Pérez, regordete y con grandes bigotes, que vivía solo en una pequeña casita, con un pequeño jardín.

Pérez trabajaba de noche y dormitaba de día. Y aunque todos en el barrio le conocían, nadie sabía que Pérez era en realidad el ratón más famoso del mundo, el encargado de canjear, por monedas de oro redondas y brillantes, los dientecitos caídos que los niños buenos dejaban bajo sus almohadas. Eran tantos los niños buenos y tantos los dientes bajo sus almohadas, que Pérez no paraba nunca de trabajar. Por eso, a veces el ratón echaba de menos algo de tiempo libre… y quizás un poco de compañía en su pequeña casita con su pequeño jardín.

No muy lejos de la casa de Pérez vivía Presumida, una ratita muy coqueta que pasaba su tiempo limpiando la casa y mirándose en el espejo para estar siempre guapa, pues cada mañana se levantaba con la ilusión de conocer a su príncipe azul, para que la quisiera, le regalara flores por San Valentín y le diera muchos hijos, ratitas y ratoncitos que llenaran su casa de felicidad.

Una tarde cualquiera, como siempre hacía, Pérez se sentó frente a su ordenador. El ratón repasó los encargos del día y respiró aliviado. “Vaya, hoy será una noche tranquila – pensó – sólo tengo que recoger el primer diente de un niño bueno y obediente llamado Luisete”. Así que cenó temprano, cogió su abrigo, su mochila y su casco, y puso en marcha su vieja motocicleta.
 
Pérez se dirigió al Almacén de Monedas, un enorme edificio situado a las afueras de la ciudad. Allí recogió una preciosa moneda para Luisete y se puso de nuevo en marcha, en dirección a la casa del niño, en Alpedrete.

De camino, Pérez pasó veloz por delante de la casa de Presumida, y al pillar un bache la moneda cayó de la mochila sin que el ratón se diera cuenta.  Ésta rodó y rodó y finalmente se paró frente a la puerta de Presumida.

Cuando Pérez llegó a casa de Luisete, subió corriendo las escaleras con su mochila a cuestas y entró en la habitación del niño. De puntillas, avanzó despacito hasta la cama, trepó con agilidad por la litera y se deslizó con cuidado bajo la almohada.

- Qué diente más bonito, Luisete – susurró – se merece una moneda igualmente bonita.

Entonces abrió su mochila para sacar la moneda, pero… ¡Oh no, la moneda no estaba! Pérez rebuscó nervioso por todos lados, pero ésta no aparecía.

Triste y abatido, el ratón bajó de la cama, salió de la casa de Luisete y regresó a su moto,  aparcada fuera en el jardín. “¿Qué habrá podido pasar? - pensaba Pérez mientras conducía de vuelta al Almacén de Monedas -  ¡es la primera vez que pierdo una moneda, me estoy haciendo viejo!”

Mientras tanto, Presumida estaba terminando de limpiar su casita antes de irse a dormir. Después de barrer la cocina y el salón, salió al porche y, barriendo, barriendo…

- ¡Oh, qué preciosa moneda acabo de encontrar! - exclamó entusiasmada, mientras se agachaba a recogerla - Con esta moneda me compraré un bonito vestido, o un bolso, o un lazo para estar guapa.

Presumida seguía en el porche, pensando en las maravillosas cosas que podría comprar con la moneda, cuando por delante pasó Pérez con su moto.  Enseguida, el ratón reconoció la moneda brillando en la mano de Presumida, así que frenó y bajó con prisas de la moto para recuperarla.

- Buenas noches señorita, me llamo Pérez y vengo a recuperar la moneda que antes se me debió de caer al pasar frente a su casa. Si usted fuera tan amable de devolvérmela – continuó - la dejaré bajo la almohada de un niño llamado Luisete ¡se le acaba de caer un diente!

- ¡Vaya! – exclamó la ratita entre sorprendida y decepcionada - ¿Es usted realmente el Ratón Pérez? Yo soy Presumida, encantada de saludarle… Qué lástima, con esta moneda pensaba comprarme algo bonito para estar guapa y encontrar un marido que me quiera.

- Usted ya es muy guapa, Señorita Presumida, seguro que tiene muchos pretendientes – contestó Pérez con timidez y un poco sonrojado.

- Pero pase, pase, no se quede ahí fuera – dijo Presumida - Entre en casa, que la noche es fría y tengo una tetera caliente esperando en el salón.

Pérez intentó explicarle que no tenía tiempo, pero la ratita ya le había invitado a pasar y le ofrecía una taza de té. Así, al fuego de la chimenea, Pérez y Presumida charlaron animadamente durante varias horas: se fueron conociendo, se hicieron amigos y, al amanecer, ya se habían enamorado. Entonces, cuando los primeros rayos de sol ya entraban por la ventana, Pérez se sobresaltó.

- ¡Oh no, Presumida, tengo que ir a casa de Luisete, pronto despertará y debo canjear su dientecito por la moneda!

Sin más demora y con la moneda a buen recaudo, Pérez arrancó su moto, al tiempo que Presumida se montaba detrás, atándose un pañuelo a la cabeza para no despeinarse. El ratón condujo veloz por las calles de Alpedrete hasta llegar de nuevo a la casa de Luisete. Juntos esta vez, entraron de puntillas en la habitación del niño y treparon por la litera hasta colarse bajo su almohada. Luisete se removió en su cama.

- Shuuu – susurró Pérez – hay que darse prisa, el niño se va a despertar.

Pérez cogió el diente de Luisete, y Presumida colocó la moneda justo en el mismo lugar. El ratón y la ratita salían ya de la habitación cuando Luisete despertó y miró ilusionado debajo de su almohada.

- ¡Mira Jorge! – gritó emocionado a su hermano - ¡Ha venido el Ratoncito Pérez y me ha dejado una moneda!

Para entonces, Pérez y Presumida ya habían arrancado de nuevo la moto, dispuestos a volver a casa.

A partir de ese día, las vidas de Pérez y Presumida cambiaron para siempre.  Presumida encontró a su príncipe y Pérez dejó de estar tan solo. Ambos estaban tan enamorados que se casaron, vivieron muy felices y tuvieron un montón de ratitas y ratoncitos que llenaron su casa de felicidad. Y, sobre la chimenea de su dulce hogar, colocaron de recuerdo el primer dientecito de aquel niño tan bueno llamado Luisete.

Y, colorín, colorado, este cuento para Luisete se ha acabado.
 


martes, 7 de mayo de 2013

Había una Vez... La Noche en Vela

De aspecto desaliñado y ojeroso, irritable por los cuatro costados, muchos eran quienes le temían y muy pocos los que se enfrentaban a él.

Los desafortunados que de noche se habían cruzado por su camino, relataban después la horrible experiencia y, por unas horas, deambulaban hipnotizados, con la mirada perdida y rumbo incierto.
 
Su nombre era Insomnio y, en la madrugada del 7 de mayo, la Tejedora de Cuentos se topó con él.
 
En medio de una oscuridad apagada y muda, él apareció sin avisar y el corazón de ella se paró un instante. Y, mirándose fijamente, aquella descubrió el miedo propio en los ojos de aquel; su miedo y también su cansancio.

Todavía estuvo un rato quieta y callada, frente a él, hasta que finalmente se atrevió a decir: 
 
- Sé quién eres, ¿qué haces aquí, qué quieres?
 
Insomnio se encogió de hombros y agachó la mirada.
 
- Tú sabrás, ¿por qué es siempre igual? ¿Por qué me hacéis venir y luego nadie quiere saber de mí?
 
- Disculpa... debe de haber sido un error - aclaró temerosa la Tejedora -  yo no te he pedido que vinieras.
 
- ¡CLARO QUE SÍ, TÚ Y TODOS! - Insomnio gritó de pronto y con tanta furia que la Tejedora de Cuentos recordó asustada las historias para no dormir que sobre él había escuchado.
 
Lamentando el miedo que había provocado, Insomnio enseguida bajó el tono.
 
- Perdona, no quería asustarte, pero es que me da tanta rabia que no os deis cuenta... ¿Acaso crees que vengo de visita por gusto? Te aseguro que no y la verdad es que empiezo a estar cansado - mientras hablaba, Insomnio gesticulaba inquieto y se movía de un sitio a otro - Os atiborráis a café, cenáis demasiado, os lleváis los problemas a la cama... y luego, la culpa es mía, solo mía. Y cuando aparezco salís huyendo. Y si me voy, me hacéis volver de nuevo. Así, noche tras noche.
 
Ahora parecía débil y derrotado. La Tejedora comprendió que aquella figura, tan desvelada como ella, tenía razón. Y, entre otras muchas cosas que rondaban por su cabeza, se acordó entonces del café que tan imprudentemente había tomado pasadas las siete de la tarde. 
 
- Quizá tengas razón, lo siento. ¿Te he despertado? - preguntó apurada.
 
Insomnio dejó escapar una sonrisa agridulce.
 
- Pues sí, me has despertado, para variar. Pero no sufras, ya estoy acostumbrado. Sin embargo, podrías hacerme un favor.
 
- Claro, dime qué necesitas.
 
- ¿Me harías compañía un rato?
 
Y así fue cómo Insomnio y la Tejedora de Cuentos pasaron juntos las horas que faltaban hasta el amanecer, compartiendo confidencias y una infusión caliente.

Por fin, el gallo cantó.
 
- Vaya, creo que es hora de decirte adiós, Tejedora, ha sido agradable pasar un rato contigo - confesó Insomnio con cierto rubor - ¿Volveré a verte?
 
La Tejedora sonrió y respondió con franqueza:
 
- Tal vez, pero no te prometo nada...