domingo, 25 de noviembre de 2012

Había una Vez... La Fotógrafa de Sueños

Una mañana de otoño, Mamá Ratona abrió el buzón y recogió el correo recibido durante los últimos días. Repasó las cartas, la mayoría facturas, descartó un par de catálogos y se quedó con el ejemplar de El Corresponsal. Mientras saboreaba su café en el porche, Mamá Ratona se entretuvo ojeando el periódico del barrio. De pronto, un anuncio publicitario llamó su atención.
 
Apuró la taza, hizo una llamada de teléfono y después avisó a los ratones que correteaban alocados por el jardín. Cuando estos acudieron a su encuentro, Mamá Ratona contempló su aspecto negando con la cabeza: sucios y despeinados.
 
No sin refunfuñar hasta donde pudieron, los ratoncitos tuvieron que ponerse la camisa y el pantalón de los domingos, lavar (o restregarse) manos y caritas, y dejarse peinar con gomina hasta que Mamá Ratona quedó satisfecha.
 
- ¿Dónde vamos, mamá? - preguntó el ratón mayor.
 
- Vamos a hacernos una fotografía - respondió Mamá Ratona.
 
- ¡Jo! - se quejó el ratón pequeño - ¡Yo no quiero hacerme fotos!
 
Pero Mamá Ratona no hizo caso y se puso el abrigo, cogió el bolso y salió de casa con sus ratoncitos de la mano.
 
Anduvieron un buen rato por el camino que se internaba en el bosque. Cada vez que éste se bifurcaba, Mamá Ratona se paraba y releía el pequeño anuncio recortado del periódico, que llevaba consigo. Por fin, se detuvo frente a un anciano nogal.
 
- Aquí es - dijo Mamá Ratona - La Fotógrafa de Sueños, Fotografía Especial.
 
Mamá Ratona llamó a la puerta - toc, toc, toc -  y esperó.
 
A los pocos segundos, se escucharon pasos acelerados aproximándose a la puerta, y ésta se abrió de golpe: 
 
- Buenos días, usted debe de ser la Señora Ratona con sus adorables ratoncitos. Pasen, pasen, bienvenidos.
 
La Fotógrafa de Sueños era una hermosa hada de cabello color noche y mirada penetrante. Se movía con vuelos rápidos y precisos, por una gran sala diáfana de paredes blancas que parecían no acabar nunca, pues eran tan altas como alto era el nogal.
 
Los ratoncitos miraban asombrados y boquiabiertos a su alrededor, descubriendo aquí y allá extraños artilugios cuasi mágicos. Uno de ellos, lanzaba destellos cada pocos segundos.  
 
- Ésta es mi pequeña máquina de hacer estrellas - explicó la Fotógrafa - son muy útiles en mi trabajo, casi imprescindibles.
 
Y sin más demora se puso a trabajar. Primero fue el turno del ratón mayor. Después llegó el momento de fotografiar al pequeño. Por último, la Fotógrafa de Sueños retrató a Mamá Ratona.
 
Tras la sesión hubo que esperar un rato, que sin serlo se hizo muy largo, hasta que una ruidosa máquina de grandes dimensiones expulsó finalmente tres fotografías:
 
La del ratón mayor era fabulosa. En su sueño, éste había imaginado ser un Explorador de Dinosaurios, y aparecía con pose triunfal, con sombrero y botas de cuero, junto a un magnífico ejemplar de Tiranosaurio Rex.
 
La foto del ratón pequeño también era espectacular. El ratoncito aparecía con vestimenta de aviador, surcando el cielo en una avioneta roja y zigzagueando entre nubes de chocolate.
 
Los pequeños estaban como locos, entusiasmados con sus fotos,  y quisieron ver la de Mamá Ratona.
 
- Pero Mamá, ¿qué le ha pasado a tu foto? No ha salido bien, mira, ¡no aparece ningún sueño! - se quejaron.
 
- Claro que sí, fijaos bien - respondió Mamá Ratona - éste es justo el reflejo de mi sueño.
 
Los ratoncitos se inclinaron de nuevo sobre la fotografía, para verla mejor: Mamá Ratona aparecía en el medio y los ratones a su lado, guapísimos los tres.
 
Y es que ése, y no otro, era el sueño de Mamá Ratona, un sueño hecho realidad.

martes, 20 de noviembre de 2012

Había una Vez... ¡Cine Mudo!


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domingo, 18 de noviembre de 2012

Había una Vez... Un Payaso en el Cielo

Cerró la maleta. Le costó un poco, pues eran muchos los recuerdos que quería llevarse, muchos seres queridos, amigos, risas... mucho amor. Pero al final lo consiguió y la dejó en el suelo.

Después se caló bien su gorra a cuadros, se alisó con cuidado el traje rojo que le llegaba casi a los tobillos y comprobó el brillo de sus zapatos negros. Por último, se miró al espejo y apareció en el reflejo una enorme sonrisa bajo la nariz de un payaso. Supo que ya estaba listo para emprender el viaje.

Cogió su maleta y anduvo en solitario hasta llegar al pie de la escalera que subía infinita por encima de las nubes. Eran mecánicas así que, mientras duraba el ascenso, se giró para contemplar todo lo que dejaba atrás.

Vio en el horizonte la carpa rayada de un circo; y a Don Pepito con Don José saludándose en una esquina; al ratón de Susanita y a la Gallina Turuleca, a Ramón con su balón y al coche de papá. Y vio, hasta donde alcanzaba su mirada, la ilusión de tantos y tantos niños ya cuarentones, despidiéndose de él lanzando al aire millones de sonrisas.

El viaje duró menos de lo que esperaba y la escalera se detuvo delante de un mar de nubes blancas, como algodón de caramelo. Por unos segundos el miedo y la soledad rozaron su piel, pero enseguida se sintió mejor; mejor que nunca:

- ¡Por fin has llegado, te has hecho de rogar! – exclamó Gaby fingiendo enfado.

- ¡Vamos, date prisa, nos están esperando! – le apremió Fofó.

Tras un abrazo que supo a eterno, Miliki les siguió feliz, como si no hubiera pasado el tiempo. Los tres, vestidos como siempre, se colocaron en el centro de la pista, intercambiaron miradas de complicidad y con la fuerza del corazón gritaron al unísono:

- ¿Cómo están ustedes?

El cielo, hoy, ya es más divertido. Seguro.

martes, 6 de noviembre de 2012

Había una Vez... La Vieja Fábrica de Galletas

Había una vez un pueblo, pequeño y un poco escondido, no muy lejos de la gran ciudad y cerca de las montañas. Era un pueblo como muchos otros, con su plaza, su Iglesia, sus gentes y sus comercios, donde no faltaba la panadería, la frutería, el supermercado y esa tienda en la que, revolviendo y con paciencia, uno siempre encuentra lo que busca. Pero lo que lo hacía ser un pueblo especial era sin duda su fábrica de galletas, una vieja nave de la que siempre salía humo blanco por sus largas chimeneas y un suave aroma que impregnaba de dulzura calles y rincones.

El Señor Alegro era su propietario, el hombre más sabio y con más años del lugar. Llevaba haciendo galletas toda la vida, "Las Galletas del Señor Alegro", famosas en toda la comarca. Las galletas en sí eran aparentemente normales, unas más redondas que otras, unas más grandes que otras, pero todas ellas absolutamente deliciosas. Sólo un mordisco bastaba para saborear sus bondades y uno se sentía tan bien y tan feliz en ese momento, que seguía mordiendo, despacito, para disfrutar al máximo cada galleta. Quien las probaba repetía, y ese era el motivo principal de la prosperidad del pueblo, siempre lleno de visitantes golosos, dispuestos a llevarse bajo el brazo una caja de galletas. La fábrica daba trabajo y traía dinero al pueblo. Y su gente vivía feliz.

Un día, llegó al pueblo un flamante coche blanco, muy largo y brillante. Paró en la plaza y de él se bajaron un elegante señor y una niña rechoncha, de tirabuzones rubios y grandes lazos en su vestido. El señor elegante miró con desprecio a su alrededor y....
 
Aquel señor elegante, de nombre Don Opulento Gruñón, llegó a aquel pueblo con un montón de problemas en el maletero de su lujoso vehículo. ¿Por qué no visitas a La Tejedora de Cuentos y descubres qué ocurrió con "La Vieja Fábrica de Galletas"?