domingo, 30 de septiembre de 2012

Había una Vez... El Socavón

Era domingo por la mañana y la Tejedora cogió el periódico para acompañar su taza de café. El mayor espacio de la portada lo ocupaba una fotografía, la de una carretera medio derruida por culpa de un gran socavón. Era la imagen escogida por aquel periódico para representar los destrozos que habían provocado las recientes inundaciones en Murcia y Andalucía.
 
Al ver aquel gran agujero que casi partía en dos la carretera, la Tejedora pensó que la imagen bien podría representar su propia vida, justo ahora hacía tres años, cuando otro enorme socavón destrozó su camino, rompiendo un matrimonio, una familia y un corazón en mil pedazos.
 
La Tejedora se dio cuenta de que sus ojos estaban húmedos y volvió a centrar la mirada en el periódico, para espantar así los recuerdos amargos. Entonces leyó el terrible titular: "Diez personas muertas y tres desaparecidas".
 
Siguió leyendo la noticia, que continuaba en páginas interiores, y al terminar se sintió fatal. ¿Cómo había podido ser tan egoísta? ¿Cómo había sido capaz de comparar su fracaso matrimonial con una tragedia de gravísimas consecuencias?
 
Hoy hacía tres años que el padre de sus hijos había decidido abandonar su casa y a su familia; hoy hacía tres años que él se había marchado con la pobre excusa de la pasión acabada. Y hoy hacía tres años que se abrió el enorme socavón bajo sus pies. Y ella cayó al fondo y pensó que nunca saldría.

Sin embargo, las sonrisas de sus hijos, el apoyo incondicional de su familia y el de personas maravillosas que encontró a su lado y, sobre todo, la mano que le tendió Dios le habían permitido salir de nuevo a la luz.
 
Hoy, ya casi no lloraba en fechas señaladas, sus hijos crecían sanos y felices, y aunque echaba de menos amar y ser amada, la Tejedora por fin había recuperado la serenidad de su corazón y gran parte de la felicidad arrebatada. Por eso, hoy ya no era justo compadecerse, máxime con tanto dolor ajeno a su alrededor.
 
La Tejedora miró el reloj de la cocina y apuró de un sorbo el café. Salió de casa con prisa y aceleró el paso para no llegar tarde a misa de once. Ya dentro de la Iglesia, pidió perdón a Dios por su flaqueza y rezó por las familias de aquellas personas muertas y desaparecidas a causa de las lluvias torrenciales en Murcia y Andalucía.

viernes, 28 de septiembre de 2012

Había una Vez... Una Ratonera

La Ratonera que había al final de la Calle Real, justo cuando ésta cambia el asfalto por tierra y se convierte en camino, era un lugar extraño, divertido la mayoría de las veces y con sus puertas abiertas de par en par, pues allí eran todos bienvenidos.

Mamá Ratona, siempre acelerada de aquí para allá, frenaba en seco cuando regresaba a casa. Una vez cruzaba el umbral, ya no cabían las prisas, y aunque allí dentro todo marchaba con puntualidad inglesa, los minutos del reloj de la Ratonera parecían ser más largos, más serenos, que los de cualquier otro reloj.

Los Ratones de la casa, que a veces discrepaban de los tiempos que manejaba Mamá Ratona, apuraban al máximo el que tenían libre, y correteaban, desordenaban, pintaban y salían al jardín en busca de otros ratoncillos con quienes jugar a lo que sugiriera su imaginación alocada. Cuando sonaba el toque de queda casi siempre refunfuñaban, pero enseguida acudían a la llamada, buenos y obedientes como eran, haciendo que Mamá Ratona se sintiera orgullosa de ellos.

En ocasiones el día amanecía nublado, lluvioso, triste, y contagiaba las almas, pero entonces los habitantes de la Ratonera recordaban lo que una tarde reveló un grillo sabio: "todos los días tienen algo bueno, encuéntralo y quédate con ello hasta la mañana siguiente".
 
Es verdad que no siempre era fácil encontrar aquello, sobre todo cuando no se sabía el color ni la forma de lo que se buscaba, pero mientras acertaban, los Ratones  a veces encontraban un rico trozo de queso, un botón, una moneda brillante... pequeños tesoros que iluminaban sus caras traviesas. 

Cuando la luna cubría el cielo con su manta de medianoche, la Ratonera se sumía en un profundo y calmo silencio, sólo interrumpido por pasitos acelerados de los Ratones que atravesaban de puntillas el pasillo hasta alcanzar la cama de Mamá Ratona y colarse bajo sus sábanas. Si eso ocurría, Mamá Ratona se hacía la dormida y los Ratones, junto a ella, recuperaban sus sueños hasta el amanecer, con lo mejor de aquel día custodiado en sus puños cerrados.

miércoles, 26 de septiembre de 2012

Había una Vez... Las Palabras Perdidas

Aquella tarde de martes, que sorprendió a todos con un desagradable frío inusual para finales de septiembre, la Tejedora quiso escribir y no encontró las palabras por ningún lado. Al principio no le dio importancia, pues pensó que andarían por cualquier sitio escondidas, quizá por voluntad propia o tal vez víctimas de las trastadas de Luis y Jorge, los "ratones" de la casa.
 
Pero después de un rato sentada frente al ordenador sin escribir absolutamente NADA, la Tejedora notó que su pulso se aceleraba, su corazón latía a un ritmo desordenado, sus manos inmóviles comenzaban a tener calambres y la silla se hacía cada vez más incómoda. Entonces se levantó y empezó a buscar por los cajones, las estanterías, las carpetas que tenía amontonadas sobre la mesa... pero no encontró ni una sola palabra.
 
Salió de la buhardilla donde se encontraba y descendió acelerada por las escaleras de caracol que morían en el sótano. Allí volvió a buscar por todas partes, moviendo con rabia las cajas de cartón llenas de polvo que dormitaban desde hacía años en la oscuridad de aquel lugar.
 
Al cabo de un par de horas, esa agitación inicial, transformada después en furia,  pasó finalmente a convertirse en una completa, absoluta y fatigosa resignación. Así que la Tejedora subió por las escaleras de caracol, esta vez arrastrando los pies, hasta alcanzar el desván donde su ordenador seguía abierto mostrando en la pantalla una página blanca y vacía. Se acercó a la mesa y cerró la tapa con cuidado, se sentó otra vez en la silla que ya no era tan incómoda y esperó pacientemente a que las palabras volvieran, no antes ni después, sino cuando a ellas les diera la real gana de volver.

sábado, 22 de septiembre de 2012

Había una vez... Una Boda Frente al Mar

Había una vez un chico llamado Alberto que un día miró a quien tenía delante y descubrió a una joven apasionada del arte, de pelo negro y liso por encima del hombro, de sonrisa risueña y voz dulce... de nombre Patricia.
 
Alberto y Patu, como así llamaban con cariño a la joven de la sonrisa risueña, se casarían cuatro años después en Cantabria, en compañía de sus familiares más cercanos y estrenando el otoño de 2012 frente al mar.
 
Aquella tarde del 22 de septiembre, Alberto y Patu decidieron caminar de la mano por un mismo sendero, no falto de curvas, baches, obstáculos, atascos y acelerones, pero un sendero maravilloso que merecía ser caminado hasta el final.
 
E iniciando sus primeros pasos, el cuento de Alberto y Patu ya ha comenzado.

viernes, 21 de septiembre de 2012

Había una vez... Un Zumo de Naranja al Despertar

Había una vez una Tejedora de Cuentos que decidió crear (por fin) un blog, con el firme propósito de abrir cada noche (o casi todas) y escribir en él un cuento, por pequeño e insignificante que fuera, inspirado en lo vidido cada día. 
 
La primera noche que se puso a escribir repasó mentalmente, delante del teclado de su ordenador, lo que le había ocurrido aquel día. Y cuando finalizó aquel repaso, supo lo que de verdad merecía ser contado aquel 20 de septiembre de 2012.
 
Aquel día, a la hora del desayuno, había tenido que mezclar zumo de naranja natural y recién exprimido con otro zumo mucho menos natural y menos exprimido procedente de un brik de marca blanca. Cuando sus hijos Luis y Jorge (5 y 3 años) entraron en la cocina, contemplaron decepcionados que mamá ya había hecho los zumos y eso significaba que hoy no participarían de una tarea que, sorprendentemente, les encantaba realizar cada mañana: cortar y exprimir naranjas, subidos en la encimera.
 
La mayor cantidad de zumo natural (del poco que salió de las tres últimas naranjas que había en el cajón de la nevera) se la dejó a Luisete, su hijo mayor, aunque no sin cierto cargo de conciencia se reservó un poco para ella misma, pues madre e hijo eran incondicionales del zumo de naranja natural y fresquito cada mañana.
 
Sentados ya a la mesa del desayuno, Jorge bebió su leche, mamá se bebió el zumo y Luisete... notó enseguida la mezcla. Tras un silencio que se hizo muy largo, éste miró a su madre, guiñó su ojo derecho y preguntó: "¿de verdad pensabas que no me iba a dar cuenta?".
 
De camino al colegio, Luisete recordó al menos tres veces que había que comprar naranjas, pues "el zumo de brik es horrible, mamá". Así que antes de llegar al trabajo, la Tejedora pasó rápidamente por el supermercado y compró dos bolsas grandes de naranjas, pero no de las que se supone que son para zumo (feas y pequeñas), sino de las buenas, las que llaman "de mesa", pues a los amantes del zumo de naranja natural, recién exprimido y fresquito cada mañana no nos vale cualquiera. 
 
La gestión del súper le supuso llegar diez minutos tarde a la primera renión del día, pero resolvió el asunto inventándose una excusa que fue aceptada felizmente por todos los asistentes.
 
Porque... ¿qué son diez minutos, comparados con la tranquilidad de saber que mañana, al despertar, habrá deliciosas naranjas frescas en la nevera, esperando a ser exprimidas con la ayuda de tus hijos?
 
Y, colorín, colorado, el cuento de las naranjas se ha acabado.